lunes, 12 de octubre de 2009

Marlon Brando en el Valle del Mantaro


Néstor Aquino, conduce el taxi por la carretera que une la que fuera pensada como capital del Perú en primera instancia, Jauja, con Sincos, un pueblo a orillas del Valle del Mantaro, olvidado por el tiempo y las promesas sin cumplir de los políticos. Son casi las cinco de la mañana y sus manos maltratadas por otros tiempos de agricultor sujetan fuertemente el volante bajo la luna llena, redonda y blanca que ilumina y encandila sus ojos que dan indicios de no haber sido cerrados en las últimas diez horas.

He llegado hasta el asiento trasero de su taxi porque seré padrino del bautizo que ese día congregará a algunos de los pocos pobladores que quedan en Sincos. Estoy aquí para una ceremonia de paz, de reconciliación y de amor pero Néstor no puede pensar en eso. Habla de aquellos tiempos como si aún estuvieran cerca. Sí, de aquellos tiempos cuando los encapuchados entraban por el Valle y llegaban hasta la plaza para colgar banderas rojas y pintar los muros del pueblo con consignas subversivas y matar a quienes piensen distinto, a quienes no estén de acuerdo con la “revolución del pueblo” y el “Presidente Gonzalo” (Abimael Guzmán, líder terrorista de Sendero Luminoso).

- Los sinchis y los terrucos, papay. Dicen que se fueron pero quién sabe.- Me dice con la típica forma de hablar de los peruanos andinos. Me lo dice con temor, como si un Sinchi (diablo) lo estuviera vigilando. Me lo dice con esperanza de que sea cierto que se fueron. – El Chino debería volver, papay, sólo él hizo algo por nosotros.-, dice haciendo alusión al ahora juzgado y encarcelado dictador peruano de origen asiático que es mitad héroe y mitad canalla y tiene al país dividido.

Néstor habla y mira por el retrovisor, buscando en mis ojos alguna complacencia con sus palabras. Lo escucho pero mis ojos miran por la ventana. Miran el Mantaro, miran la luna y miran los campos verdes. Sienten el frío de los tres grados que tiene esa noche.

Hemos llegado a Sincos pero no a la casa que busco, la de mis futuros compadres. Néstor pregunta a quienes a esas horas ya salen con su ganado a pastar. Se hablan en quechua, sólo entiendo los apellidos que dicen, apellidos propios del legado inca. Tras dos informadores turísticos improvisados, llegamos a la casa. Néstor se despide y recibe en su palma, lastimada por el tiempo y por la pala, los ocho soles que costó el recorrido.

Como es costumbre, ese día se le demuestra al padrino el agradecimiento con animales casi enteros, que a su vez casi no entran en los platos. Gallinas, cuyes, ovejas, cerdos, desfilan durante el día sobre la mesa donde estoy sentado.

El día continúa de forma normal, una hermana extranjera de no sé que orden religiosa me da una pequeña charla sobre la importancia del matrimonio, para lo cual le aclaro luego de diez minutos que no me voy a casar sino que seré padrino. Con una sonrisa angelical me pide disculpas y busca como unir todas esas palabras gastadas con las que debió haberme dicho desde el comienzo. Todo termina rápido.

Busco almuerzo pero me desvío para comprar hoja de coca en un mercado. Por curiosidad pregunto y termino en un puesto oscuro y cerrado, que huele a orines, sentado frente a una anciana que me lee el futuro mientras deja caer de sus manos sucias, gastadas y trabajadoras, las hojas verdes de coca. Adivina un poco, improvisa otro poco y le acierta a algo. Media hora frente a ella, una oferta de curarme las maldades o “trabajos”, refiriéndose a la brujería que me hizo alguna mujer y comienzo a entrar en trance, más por el olor que por algún conjuro. Todo termina y sólo un “pollo a las brasas” en el pueblo me quita de la mente aquella enfermedad que me vaticina y aquel conjuro que dice tengo hace algún tiempo. ¡Como si no fuera suficiente ver aquel pueblo por donde los demonios encapuchados caminaron tanto tiempo!

Comienza a oscurecer el día sábado y el cansancio ya quiere hacerse notar. Han pasado más de doce horas desde que llegué y arrojo dulces y el “sebo” (monedas para los niños asistentes al bautizo) en la puerta de la iglesia. Todos gritan, se ríen y mi ahijado trepa por mis piernas para que lo cargue. Lo tomo en brazos y miro la plaza pausada y tranquilamente, imagino a los “sinchis” y pienso en Néstor Aquino, el taxista con manos de agricultor, que a esa hora debe estar frotando sus ojos fuertemente para comenzar otra noche de trabajo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario