¿Cuánto puede costar un viaje?, ¿Cuánto estás dispuesto a pagar si no sólo conocerás una playa o una metrópoli?, ¿Cuál es el precio que pagarías si el viaje te acercará a una parte de ti que estaba perdida? Como dice el comercial de una conocida tarjeta de crédito: no tiene precio.
Había acariciado por largos años la idea de volver a Amazonas – no la selva virgen compartida por Perú, Colombia y Brasil, sino la región Amazonas en Perú – y éste volver se acercaba más cada día. Despertaba pensando en mi viaje, haciendo planes de rutas y carreteras, de caminos y descubrimientos, de volver, porque eran veintitrés largos años en los que no pisaba la capital de la región: Chachapoyas.
La sangre de mi padre viene desde allá. Mis antepasados eran de este “pueblo de guerreros” (es el significado del nombre Sachapuyos). Soñaba despierto y dormido con visitar las antiguas ruinas de Kuélap, las que en mi viaje anterior aún no estaban abiertas al turismo pero que ya habían sido descubiertas en 1843; la catarata de Gocta, que recién se anunció como una de las tres más grandes a nivel mundial y a la que se accede después de caminar 3 horas; y los Sarcófagos de Karajía. Aún vive parte de mi familia ahí, en Chachapoyas, una familia de la que sabía muy poco, y en especial de mi abuelo.
El abuelo, un policía respetado por todos y de quien su propio nieto no sabía nada. No sé exactamente el rango que tenía pero después de saber todo lo que ahora sé de él, para mi siempre será “el Capitán de Amazonas”. Fuerte como su sangre, valiente como los antiguos guerreros que no se dejaron doblegar fácilmente por los Incas, inteligente como cualquier intelectual de las grandes urbes. Así tengo en mi pensamiento al abuelo, quien ahora ya no está en esta vida terrenal pero entró en la escena de mi vida emocional; y que de herencia me dejó su sangre y un tío que nunca supe que existía – ni mi abuela lo sabía – y a quien me dio mucho gusto conocer.
Cada paso que doy por el pueblo me parece darlo a su lado, de su mano, como la primera vez que vine. La plaza, el municipio, la iglesia remodelada, la casa donde vive mi familia y la gente del pueblo que me mira al pasar parece haber regresado veintitrés años en el tiempo y ser parte del recuerdo viviente de mi abuelo. Quizás hubiera sido mi abuelo el mejor guía por sus tierras, las campañas militares de las que participó en su juventud habían sido muchas y su experiencia castrista es un legado inigualable. Lamentable es saber que murió viendo a su gente caer abatida por los terroristas, y mi poca inocencia de niño que aun queda me grita desde las entrañas que él solo hubiera podido acabar con los subversivos.
Son las 6 de la tarde, recién regresé de Kuélap, y estoy parado, al lado de mi padre y mi abuela, frente a su tumba. He pensado durante el tour en cuán fuerte es la sangre que corre por mis venas y cuánto de mi seguiría perdido si no hubiera vuelto a éstas tierras. Levanto la mirada para ver los últimos rayos de sol que se ocultan tras las nubes que ahora amenazan con lluvia, respiro onda y profundamente y el cuerpo cansado de tanto caminar me pide un descanso. Caeré sobre la cama y cerraré los ojos para entregarme a la noche, no hallaré la forma de acomodarme para dormir, pero en mis sueños seguirá siempre presente el Capitán de Amazonas y ni el despertador que anunciará un nuevo día de excursión me podrá quitar la sonrisa de haber viajado por primera vez a mi pasado.
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