sábado, 13 de febrero de 2010

¡Tranquilos!!!...desde aquí los miro



Tal vez por peliculas mexicanas o algún comercial de turismo, alguien ha visto a 4 hombres que parecen volar, tan sólo atados de un pie. Ellos son los Voladores de Papantla (Veracruz).

Si presencias la ceremonia verá que el Caporal se eleva en las alturas para hacer frente a las cuatro direcciones cardinales, se inclinará y abrirá sus brazos, mantendrá el balance sobre un pie, y realizará una danza enérgica, al mismo tiempo que toca la flauta y el tambor. Aunque lo veas una y otra vez y las vueltas sean las mismas, nunca será igual. El tambor y la flauta suenan con especial melancolia y quedan en la cabeza por un tiempo haciendo eco.

La historia del vuelo ceremonial de los Voladores está cubierta por la niebla de la antigüedad. La información sobre el ritual original fue perdida parcialmente cuando los conquistadores españoles destruyeron muchos de los documentos y de los códices de las culturas indígenas. Afortunadamente, bastante ha sobrevivido gracias a la historia oral y a los materiales escritos por los primeros visitantes a la Nueva España. Gracias a ello los antropólogos y los historiadores han podido documentar por lo menos parte de la historia de esta práctica religiosa antigua y cómo se ha desarrollado con el tiempo.

Un mito Totonaca (pueblo mesoamericano que habitaba la zona de Veracruz) dice de una época en que había una gran sequía y el alimento y el agua escaseó en la tierra. Cinco hombres jóvenes decidieron que debían enviar un mensaje a Xipe Totec, su dios de la fertilidad, de modo que las lluvias volvieran y fertilizaran el suelo. Así sus cosechas prosperarían otra vez. Entraron en el bosque y buscaron el árbol más alto y más recto.

Cuando encontraron el árbol perfecto, permanecieron con él durante la noche, ayunando y rogando para que el árbol les ayudara en su propósito. Bendijeron el árbol. No contentos con eso, lo cortaron y lo llevaron al día siguiente a su aldea evitando que tocara la tierra hasta el punto de la localización perfecta para su ritual.



Cavaron un agujero para fijarlo verticalmente y después bendijeron el sitio con ofrendas rituales. Los hombres adornaron sus cuerpos con plumas de modo que aparecieran como pájaros a Xipe Totec, en la esperanza de atraer la atención del dios a su importante petición. Con cuerdas envueltas alrededor de sus cinturas, se aseguraron al poste e hicieron su súplica al volar con el sonido enervante que emanaba de la flauta y del tambor.

Mientras miraba desde abajo, pensaba que en tiempos prehispánicos el ritual de los Voladores fue realizado en gran parte de México, llegando al sur, incluso hasta lo que hoy es Nicaragua. Hombres como los que veo ahora colgados lo hacían cada 52 años- lo que indica que la ceremonia va en estrecha relación con el calendario indígena, cuyo ciclo era de cincuenta y dos años, número que resulta de multiplicar las trece vueltas que se deben efectuar durante el descenso por los cuatro voladores que lo llevan a cabo- trasmitiéndose la tradición de padres a hijos.

Durante la conquista, la iglesia luchó fuertemente contra todo lo que consideraba prácticas paganas y la adoración y los rituales indígenas fueron silenciados o celebrados en secreto (la bien llamada adaptación en resistencia). Más adelante, se combinaron las creencias nativas con el dogma religioso católico, creando un sincretismo cultural y de fe.

La ceremonia comienza muchas veces desde la elección del árbol que se va a utilizar para fabricar el poste que servira de centro. Dicho árbol es llevado en procesión hasta la aldea. Luego se cava un hoyo en la plaza y ahi se coloca, asegurándolo. Para darle un valor más ceremonial, algunas veces se pone antes en el hoyo un poco de maíz, un chorro de aguardiente y un guajolote (pavo) vivo, que será aplastado por el poste y cuya sangre se espera que fortifique a los ejecutantes.

Todo está calculado, las vueltas y el tiempo y el sonido del tambor y el sonido de la flauta. Y también está calculado que al final de la muestra todos los que estamos abajo aplaudiremos, mientras aún tratamos de cerrar la boca del asombro.

sábado, 6 de febrero de 2010

Una Canción para el Camino

‘Las pencas nuevas que al maguey le brotan vienen marcadas con nuestros nombres’. Así de sencillo expresa su amor Teodoro Garduño, con una canción típica en su país, con todo el sentimiento del mundo. Él, con cuarenta y siete años, cuatro hijos y un perro sin raza definida esperando en casa, empuña la guitarra bien fuerte para tocar y cantar en cada bus que va desde la Terminal Central de la Ciudad de México hasta la salida rumbo a Toluca. Así paga su pasaje. Tiene un repertorio de cuatro temas y el único integrante de su grupo musical es el tío. Cada que abre la boca para cantar deja ver un diente de oropel. Se mueve en cada curva evitando caerse y el sombrero color marfil con un alacrán impreso parece estar a punto de volar.



No se ha presentado ante su público sino hasta el segundo tema. Todos lo miran y nadie dice nada, ni a él ni entre sí. Las mangas de su camisa con un color rojo chillón y algún dibujo estampado que no recuerdo se dejan ver bajo su chaleco de cuero. No caben dudas que es un mexicano de tomo y lomo. Tito Garduño, el tío, tiene menos años de los que aparenta, las manos sucias de tantas monedas que recolecta tras cada función ambulante y una mochila blanca y roja en la misma condición que sus manos. Se apoya en mi asiento y aprovecho para preguntarle por sus nombres. Así también me enteré de su parentesco y de la pequeña empresa que les rinde frutos hace cuatro años. Él ya no se preocupa tanto por sus hijos, son grandes y han cruzado de ‘mojados’ para Estados Unidos. No se acuerdan de él económicamente pero prometieron mandarle una camisa con la imagen de Osama Bin Laden. El se ríe cuidadosamente para no dejar ver su falta de dientes que recién ocultaba con la armónica. Es feliz, me dice. Y le creo. No tiene esposa, es viudo, pero tiene una nueva pareja que dice lo está esperando con ‘pozole’ hoy sábado. - No me aburren, al contrario, cada vez me salen mejor.- dice Teodoro mirando la punta de sus botas cuando le pregunto por su repertorio. Se ha sentado a mi lado. – A la gente le gusta estas canciones porque son del pueblo, se identifican. Somos muchos los que cantamos por las calles y al menos no me puedo quejar, aunque las tortillas suben a diario.- En un momento de confesión personal me cuenta que con aquella canción del maguey le declaró amor a su esposa y le dio el primer beso, muchos años atrás. Se les ve que aman, se les ve que han sufrido y se les ve como les cuesta subsistir, siempre con buen ánimo y una gran sonrisa, a esta gran ciudad de pirámides y vestigios prehispánicos. Se bajan en la entrada a Toluca, casi frente a la estatua de Emiliano Zapata con una placa que reza: “Zapata tiene aún puestas las botas de montar y el caballo ensillado” y se despiden meneando las manos en alto desde la acera. A medida que me alejo miro sobre sus cabezas y un escrito me recuerda que “Toluca es la provincia y la provincia es la patria”. Pienso que puede ser sólo una de las miles de historias de cantantes callejeros que suben a las miles de micros en las grandes urbes. Pienso que son sólo una de las miles de familias que se unen en torno a la música para conseguir el alimento para los suyos. Pienso en mí y pienso en lo agradable que se hace esa voz ronca que canta para soportar el tránsito de una de las ciudades más pobladas del mundo. Y pienso en todos los que van arriba de este bus, que sin duda han de tener en algún lugar de México, una penca de maguey que viene marcada con sus nombres.

La mirada del Tubab

Hace un tiempo vi en "La Cultura Entretenida" una entrevista a Beltrán Mena. Después de eso, decidí buscar alguna información sobre su libro "Tubab" y encontré otra entrevista realizada por la revista Paula, la cual me pareció interesante de compartir. Conozcamos un poco más a Beltrán Mena.

Once años le tomó a Beltrán Mena terminar su libro, una novela en la que recoge unos viajes que hizo por África a fines de los ochenta. Un periplo anterior a internet, de un sujeto permeable y no glorioso que avanza a través de un territorio inseguro por donde transitan escasísimos blancos.


Médico de profesión, a Beltrán Mena (49 años, casado, dos hijos) cuando estudiante le gustaban la Posta, por dramática, y la psiquiatría, por intelectual y frondosa. A la rutina del hospital y la consulta le hizo el quite y trabaja en la Universidad Católica donde se dedica, entre otras cosas, a enseñar a hacer clases a los médicos que deben hacerlo. También desarrolló un examen teórico que acaba de hacerse obligatorio por ley y que persigue medir la calidad de los egresados de todas las escuelas de medicina del país. Pero lo que más ha hecho Mena es ser lector. Esto, desde que a los tres años aprendió a leer luego de que un vecino un poco mayor que él, Pedro, le mostró un libro lleno de ilustraciones titulado Historia de la Humanidad. No podía creer el niño Beltrán que el hombre se hubiera parecido a los monos y que su amigo Pedro le contara todo lo que le estaba contando con sólo mirar unas líneas negras hechas de pequeños signos. Así empezó para Mena la deriva que más tarde lo llevó a la legendaria Tombuctú.

¿Cuánto de cine y literatura hay detrás de tu fantasía africana?

- Mucho, como en toda novela, pero no sólo cosas serias como Conrad, Bowles o historia colonial; el Mampato, la televisión y las películas de Tarzán también deben haber influido. Yo creo que todos esos tambores deben haber quedado retumbando en algún lugar de mi cabeza.
¿Fuiste a Tombuctú con la intención de escribir un libro?
- Bueno, al final está el libro, pero no es que haya dicho “voy a viajar para que me pasen cosas y poder escribir un libro”, “voy a pasarlo mal para escribir una novela sufrida”. No.

Tu recorrido es lo contrario de un tour porque hay altas cuotas de incertidumbre. ¿Es necesario el riesgo para que haya viaje?
- Uno hace todos los esfuerzos por capear las dificultades y las que enfrenté fueron las que quedaron después de haber intentado eliminarlas todas. Trataba de conseguir siempre el mejor camión y el camino más seguro. Pero si eliminas todo riesgo no hay viaje. No digo que debas correr el riesgo de tu vida, basta con llegar a una ciudad sin haber reservado un hotel, el riesgo de perder un tren o de contagiarte una diarrea, pero tiene que haber cierta fragilidad para que haya viaje.

Andabas solo y con mochila.
- Solo, y no con mochila, me cargan; usaba un bolso.

¿Te irritan los mochileros?
- No, no me irritan, simplemente me aburren. Tienen muy presente el lado práctico, el conseguir dos por uno, juntarse entre ellos y averiguar cómo sigue el recorrido, qué cosas visitar, cómo llegar.

¿Cómo recuperaste la memoria emocional después de diez años o más?
- Me pasó una cosa rara: cuando empecé la novela dejé de viajar, se me quitaron las ganas. Iba por supuesto a viajes de trabajo, como congresos o cursos, pero no hice viajes grandes. Entonces, más que recuperar la emoción, lo que hice fue protegerla. Lo difícil fue producir los silencios para escribir.

¿Qué solución encontraste?
- Al comienzo me arrancaba unos días al mes a una cabaña en el Cajón del Maipo, después arrendé un boliche en un caracol medio rasca, pero lo que me sirvió fue ir apretando el tiempo de todos los días. Tampoco sabía escribir, pero he ido aprendiendo. Ahora ya no necesito entrar en un cierto estado mental. Tomo el cuaderno y escribo al tiro.

¿Escribes a mano, en cuadernos?
- A mano, sí, por buenas razones. Soy muy maniático y con el computador la posibilidad de corregir es infinita. El lápiz me obliga a seguir escribiendo y dejar las correcciones para después.

Sin embargo, la obsesión te ayudó a viajar.
- Sí, claro, porque cuando dices a tus amigos que vas a ir a Tombuctú, no puedes recular. Y es fácil conseguir excusas para recular, aunque soy malo para eso, soy malo para el fracaso, soy malo para reconocer que algo no me resultó, soy malo para aceptar las fallas.

Ahí entramos en el tema del carácter que desarrollas en tu novela, donde postulas que el carácter de un hombre es su destino.
- Ésa es una frase de Heráclito que me parece muy potente. El carácter es tu biografía porque está detrás de todos los pasos que das. Creo que nos iría mucho mejor si confiáramos en nuestro carácter y no lo forzáramos tanto. Siempre te están diciendo “por qué eres tan exagerado”, “no seas tan melancólico”. Bueno, es que soy “tan” y soy así nomás.

En cualquier caso, no pareces melancólico.
- Es que me energizo al hablar, me pongo medio eufórico y eso engaña, pero la verdad es que soy más bien melancólico. No nostálgico, y hagamos la distinción porque es interesante. El nostálgico echa de menos el pasado y sufre por eso; en cambio, el melancólico es un tipo que simplemente ve el presente como pasado.

¿Perdón?
- Claro, yo estoy aquí contigo, pero esta conversación que estamos teniendo la veo como yo viejo acordándome de esta misma conversación. No le creo mucho al presente, no lo siento sólido. Lo siento fluir y escapar.
Volviendo a África, es misteriosa la palabra Tombuctú.

- La palabra es bonita, pero es la palabra y su historia; es el sonido y el oro que prometía, es el sonido y la cantidad de gente que murió tratando de llegar, no es la pura palabra. Si se hubiera llamado San Javier o San Pelayo, la ciudad no se hubiera vuelto un mito.

En el tiempo en que anduviste por allá todo era más difícil porque no había mail ni internet?
- No había, no podías averiguarlo todo, como ahora. Siento que alcancé a vivir el último estertor de esos viajes en que realmente no tenías posibilidad de contacto. Ahora es imposible desconectarse. Vi un aviso de celulares en que salían unos estudiantes de vacaciones en el puente del Indio, en Coihaique, llamando por celular a la casa. La frase publicitaria decía algo así como “No pierdas contacto con tus seres queridos”, cuando el viaje consiste precisamente en perder contacto con los seres queridos.

Pero usas celular.
- No, me carga el celular, casi tanto como las mochilas. El celular nos tiene a todos detenidos, esperando la gran llamada perdida.

¿No tiene que ver eso con la velocidad a que se anda?
- La velocidad está bien, lo grave es que nos quita la pausa. El viaje que cuento en mi libro son puras detenciones; había que esperar uno o dos días a que llegara un camión que se quedaba en pana cada cinco kilómetros. Todo se demoraba y era insoportable, pero esas detenciones, que no sabes cuánto van a durar, te obligan a mirarte a ti mismo. Después de un par de horas ya no lo encuentras tan terrible, te empiezas a entretener y dejas de angustiarte.

¿Por qué optaste por el punto de vista del tubab, que es la palabra que usan allá para llamar a los extranjeros?
- Simplemente me fui encariñando con esa palabra que retumba y de repente me di cuenta de que era la gran metáfora del libro, de que somos extranjeros siempre. Somos tubabs en nuestra propia casa, somos tubabs en la plaza Ñuñoa y somos tubabs para los demás.

En el texto incluiste flash backs en que evocas a tus amigos, a las personas que influyeron en ti y a la chica de la que estás enamorado.
- Es que el viajero viene de alguna parte, tiene una biografía y eso para mí es fundamental. Tubab es un libro de viajes, pero también es una novela y el viajero adolescente es casi siempre un viajero enamorado.

¿Cómo trenzaste la realidad, la ficción y el libro de viajes autobiográfico con la novela?
- El problema de un escritor suele ser darle verosimilitud a su libro, que no parezca novela; el mío fue al revés: cómo volver novela una crónica real. Afortunadamente, la realidad deja un gran espacio para la ficción. Desde operaciones odontológicas, como ponerle un diente de oro a un personaje al que le faltaba un diente, hasta entrarle directamente con tijera a la realidad, como un montajista, cambiando la manera en que ocurrieron las cosas. Se puede cambiar la realidad, con la condición de que el resultado sea más realidad.

Despotricas harto contra los locales.
- ¿Por qué vas a decir que todos los negros son geniales y simpáticos? Sería como decir que todos los blancos son buenos y honrados. Si me toca un negro antipático lo digo y si al día siguiente conozco uno admirable también lo digo. No vas a andar protegiendo a la gente por el color de su piel, porque sería tan insultante como despreciarla por lo mismo.

¿Las dificultades del viaje sirven para conocerse a uno mismo?
- Bueno, en el desierto están la incomodidad, el calor, el miedo a que te roben o a perderte. El desierto es un espejo que puede ayudar a conocerte a ti mismo. Pero también puedes hacerlo en un calabozo o en un centro comercial, hay mil maneras de conocerse a sí mismo, y el viaje es, sin duda, una de ellas.
Ahora ya no hay desconocido absoluto como lo hubo para los españoles que llegaron a América.
- Pero queda más de lo que se cree. Es cierto que ya no hay ciudades perdidas, nadie espera encontrar El Dorado y ese brillo se perdió. Pero ahí tienes a los piratas somalíes, hay piratas en cada lugar donde haya muchos barcos, poca ley y mucha pobreza. Si te atreves a desembarcar en la costa de Somalía, vas a encontrar bares de piratas. El escenario está intacto.

¿No habría algo más cerquita?
- En todas partes. Uno va por la Panamericana y a cada rato hay letreros que dicen A Villa Alegre o a Peor es Nada. Uno no toma esos caminos, porque está apurado por llegar a Pucón. Pero te alejas dos kilómetros de la carretera y encuentras pueblos sorprendentes, no es que en ellos el tiempo se haya detenido, pero van más lento y son tan exóticos como Tombuctú.

Extraído de la Revista Paula